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Las fronteras se resguardan con el celo con que los sagrados sepulcros de carne se protegen. El proceso articulado de supersticiones que se encadenan para apropiarse de la coordenada en tanto espacio geográfico termina por expropiarle su ser a quien lo creó. La tecnología que es un Mapa no es ahora sino una categoría más, útil al sometimiento delimitatorio: “esta es mi tierra”.
Hogar, dulce hogar como expresión de extrañeza ante la conmocionante vaguedad del inmenso todo que no forma parte de ese melífero ordenamiento arquitectónico, habitáculo secular pero sagrado. Nos entreveramos en el concepto; al parecer, el Mapa no sirve ya para orientarnos sino que ahora nos dice algo de lo que somos.
Tratando de apropiarnos de un lugar nos descuidamos y al volver la vista descubrimos que era el lugar el que se había convertido en nosotros. Tuvimos que inventar la sórdida pero muda tecnología nominal del gentilicio para fingir que el plan estaba pensado y no que simplemente se fue dando y nos pasó por encima. Hoy todos “somos” de un país, o buscamos el modo de “ser” de otro.
No sin un macabro regocijo, asistimos a un ser idiota, sin mente ni lenguaje, un homúnculo geográfico todo cuerpo, poderoso como para sodomizar el intelecto y poner al humano bajo su dominio. Más rápido que un recuerdo estúpido caemos en la tentación de pertenecer a algo. El territorio es tentacular.
Nací a orillas del lago Ósboro, que no era sino “mi” lago. Alejarme era exponerme a una pena sobrenatural, el lago era parte de mi ser, no podemos huir del lago así como no podemos huir de nuestra piel. Asimismo, beberlo equivalía a autofagia, y bañarme en él era idéntico a masturbarme. Nunca terminé de sentirme parte del lago, siempre fue más mi límite que mi pertenencia.

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